Como te decía- continué- no podría olvidar aquel sábado aún caluroso de septiembre. Como la inmensa mayoría de las tardes en las que no teníamos nada que hacer, acabamos los cuatro en el Parque del Retiro frente al estanque. Manu había comprado pipas y comenzamos a convertir el suelo en un auténtico estercolero de cáscaras. La cata de pipas era su deporte oficial. Decía que le ayudaban a crecer. Nos encantaba aquel sitio. Allí, bajo su monumento ecuestre que aún no sé a quién conmemora y la esfera de columnas que lo protege, nos sentábamos a escuchar a los trotamundos que llegaban con sus cajas y sus bombos al hombro, y nos deleitaban con un extenso repertorio de ritmos étnicos. Si cerrabas los ojos, podías imaginarte nítidamente en la sábana africana en medio de un ritual tribal de celebración. El agua del estanque con sus barcas y sus carpas gigantes, el bullicio de la gente paseando, los cuentos de los titiriteros, la música, el verde de los árboles que nunca era igual, las ardillas… todo representaba un escenario contradictoriamente tan cosmopolita como madrileño cerrado. Era estupendo…
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